N 3.1 Hemos visto cómo las necesidades representan aquello que nos lleva a actuar de la forma en que lo hacemos, y que siempre lo hacemos en respuesta a las exigencias del entorno. A continuación, se va a proponer un pequeño esquema a modo de modelo de cómo sucede este proceso.
Suponemos que las personas parten de una situación ideal que podemos definir como la mejor situación posible. Esta situación podemos representarla con una metáfora muy gráfica que llamaremos el jardín mental. Supongamos que todos nosotros tenemos en mente una situación ideal que constituye lo que pensamos que es lo bueno, lo agradable, lo conveniente, lo mejor, en definitiva. Esta situación pensamos que es la que nos conviene y que es la que hay que mantener porque es la ideal. Cada cual organiza su jardín mental a su mantera y planta el él lo que cree que es bueno, lo que le gusta y aquello por lo que vale la pena trabajar. Las organizaciones, cuando se ven obligadas a poner sobre el papel aquello que consideran qué es lo bueno y lo necesario, definen su jardín mental en forma de misión, visión y valores. Es una forma artificial de definirse que suele estar repleta de ambigüedades, coartadas y puertas traseras para poder justificar los fracasos en respetar estos tres nobles conceptos, pero, al fin y al cabo, es una declaración por escrito de “lo que debe de ser”. Las personas, por el contrario, están más inmersas en la realidad y hacen lo mismo, pero de forma implícita. Todo el mundo tiene una noción más o menos clara o difusa de lo que considera como su situación ideal, aunque sin papeles por medio ni declaraciones explícitas. Esta situación personal es implícita e imposible de explicitar en toda su dimensión y detalles. Normalmente se concibe como una situación de calma y plenitud en la actividad del día a día, acompañada de una sensación amplia de control y ausencia de amenazas.
El jardín mental puede ser más o menos exigente con el entorno e, incluso, puede estar edificado a costa de los otros, pisoteando los jardines mentales de los demás, aunque ello vaya en contra de esa necesidad de calma y ausencia de amenazas que venimos definiendo. En un jardín mental siempre es todo mejorable, pero la persona puede estar satisfecha con lo que tiene y no sentir la necesidad de hacer grandes cambios porque así es como le gusta que sean las cosas. Siempre encontraremos en todo buen jardín mental campos de verdad vitales e importantes para la persona: son las plantas que le dan sentido y definen el estilo de jardín de cada cual, plantas incuestionables que hay que defender de toda plaga o intromisión con los medios que sea y sin vacilar. Cuando las personas consideran que tienen su jardín en orden pueden tener la casa patas arriba y estar al borde del caos, pero como su jardín mental es mental, pueden permitirse el lujo de ser felices con su estructuración de su espacio, que para eso es suyo y proviene de su más íntima subjetividad. Es posible que este jardín no constituya un ambiente muy saludable, incluso que sea una auténtica fuente de problemas y de conflictos con los jardines invadidos de los vecinos, es posible que el coste de mantenerlo intacto sea altísimo y que su cuidado nos cueste aquello por lo que hemos creado el mismo jardín mental, pero no importa, porque es nuestra más íntima obra y no estamos dispuestos siquiera a revisarla o a comprobar su validez.
A nadie le gusta que le pisoteen el jardín, y eso es lo que sucede cuando entra en escena lo que llamaremos un factor desestabilizador que trae consigo cambios sin el control de la persona. Los cambios suceden en un aspecto importante para el individuo, entendiendo por importante cualquier valoración puramente subjetiva y sujeta a sobrevaloraciones e infravaloraciones. Hay personas que tienen más puntos vulnerables por las influencias del entorno o por mera vulnerabilidad psicológica que les predispone a una eterna lucha por mantener lo poco que tienen y que valoran. En realidad, la mayor fuente de inestabilidad viene siempre del descubrimiento o la reiterada percepción de las propias carencias, no obstante, es el entorno el que nos exige respuestas y movimientos rápidos para adaptarnos y reaccionar a él.
Por lo tanto, ante cualquier factor desestabilizador cabe la adopción de lo que llamaremos con el genérico nombre de acciones compensatorias. Estas acciones no tienen por qué surgir de un plan y, más bien suelen ser acciones prefabricadas y muy ensayadas que en el pasado pudieron favorecer el éxito al enfrentarnos al entorno desestabilizador. Todas las personas tienen repertorios de acciones que pueden ser bien conocidas y predecibles por los demás debido a su escasa originalidad y variedad. Suelen tener una o dos soluciones por problema y es rara, muy rara la circunstancia en que las personas se detienen a inventar soluciones nuevas. Siempre que una solución es recompensada con el éxito queda condenada al repertorio forzoso y se reitera una y otra vez su uso, incluso cuando no da resultado, porque cualquiera prefiere la seguridad de hacer algo que no sirve para nada que la incertidumbre de no saber qué hacer. Pero cuando una acción cualquiera da resultado, entonces jamás se sigue buscando otra que puede resultar mejor o más eficiente o eficaz.
Las acciones compensatorias pueden ser más o menos elaboradas y las podemos concebir en una especie de eje que va desde el polo de la sencillez de una respuesta espontánea, hasta el polo de la complejidad de una estrategia meditada. En cualquier caso, lo normal cuando se adopta una acción cualquiera es que la persona se vincule a ella y se ciegue en su uso y defensa, aunque no de resultado. Cuando es evidente que el plan de respuesta no está dando ningún fruto es habitual y hasta normal que se responda con más de lo mismo y se reitere su uso y, por consiguiente, el fracaso. Analizaremos más adelante el sentido de las acciones compensatorias.
N 3.2 Sea como sea, las personas son prisioneras de su propia vinculación con sus ideas por el principio de coherencia, además de por lo que aquí llamaremos el principio de autoafirmación y que definiremos gráficamente con la máxima: “Lo que digo soy, si lo aceptas me afirmas, si no lo aceptas no me aceptas”. Veremos más adelante cómo la confrontación llega en el momento en que se confunde la no aceptación de mis ideas con la no aceptación a mi persona.